Entre clásicos coreados por varias generaciones y un show cargado de historia, la banda reafirmó su lugar como ícono del reggae argentino. Nada que perder.
En Argentina, suele decirse que pasan demasiadas cosas en muy poco tiempo. Pero hay hechos, palabras, bandas y personas que no solo pasaron, sino que definieron una época, consolidaron ideas y estilos que todavía perduran. Desde 1986, el reggae en este país tiene un nombre: Los Pericos. Así como Jamaica exportó a Marley como símbolo universal del género, en estas pampas una banda supo mezclar el reggae con melodías y costumbres locales, logrando que sonara propio. Por eso, lo que se vivió en Vorterix no fue simplemente un recital, sino una reafirmación de su legado.
Para quienes creen que la casualidad no existe, escuchar los acordes de “Movida rastafari” pasadas las 21 y a Juanchi Baleiron entonando en el estribillo la frase “Nada que perder”, justo 20 años después de la partida de su histórico frontman, fue mucho más que música: fue una declaración de estado, una suerte de esto somos y acá nos ven.
La convocatoria fue diversa. Algunos cambiaron las rastas por sienes plateadas, pero entre el público también había jóvenes que, seguramente, crecieron escuchando discos como El ritual de la banana (1987), Big Yuyo (1992) y Pampas Reggae (1994) en la casa natal. Todos ellos, junto a quienes en su momento supieron usar remeras con la cara de Marley, Selassie y pantalones con los colores etíopes, corearon clásicos como “Nada que perder”, “Waitin’”, “Runaway”, “Jamaica Blood” y “Me late”.
Curiosamente, entre los siete años que separan esos discos, Argentina vivió una hiperinflación, un cambio de presidente, un subcampeonato mundial, un cambio de moneda, el inicio de la convertibilidad y ese momento en el que, como país, “nos cortaron las piernas”. Mientras tanto, Los Pericos avanzaban y se consolidaban.
El show siguió frenético, con trece canciones que se dispararon como una ráfaga, casi sin respiro. Las visuales sumaron a la experiencia: desde las ilustraciones de Costhanzo hasta recortes de diarios, imágenes de archivo de sus primeros años y las portadas de sus discos icónicos. Todo funcionó como un gran flashback en tiempo real.
“Boulevard”, “La hiena” y “Sin cadenas” se sumaron al setlist, rescatadas de discos como Yerba buena (1996) y Mystic Love (1998). Por aquellos días, Argentina reeligió un presidente, uno de los miembros de la banda pudo reencontrarse con su hermano arrebatado por última dictadura militar, la sociedad comenzaba a sentir los primeros golpes de una recesión que haría que todo volara por los aires, un empresario jugaba a ser sicario por una tapa de revista, y Los Pericos ya no eran aquellos chicos que intentaban sonar como Marley en uno de los puntos más australes del mundo. Habían madurado musicalmente, combinando estilos que transformaron este suelo en la casa de un nuevo sonido reggae, cerca de Los Wailers y Peter Tosh, pero también de Goyeneche y Troilo.
Lo que vino después fue más celebración y más hits, todos coreados por un público incondicional al que Juanchi y la banda agradecieron cada vez que pudieron. “El ritual de la banana” y “Casi nunca lo ves” coronaron la noche. En ese mismo Vorterix, allá por 2004, la banda dio uno de sus primeros recitales tras la salida de Bahiano. Desde entonces, pasaron veinte años en los que sucedieron muchas cosas más, varios presidentes, una pandemia, una alegría mundial y hasta nuevos discos, pero Los Pericos no pasaron: supieron hacerse uno con la historia musical argentina. Quizá por eso, y para ellos, no haya nada que perder, sino todo por seguir cosechando.